martes, 1 de marzo de 2022

El rostro del totalitarismo

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El rostro del totalitarismo

Parecía que no podía ser verdad, parecía que las guerras de Yugoslavia - de las que todos nos deberíamos sentir avergonzados- eran las últimas y definitivas que habíamos vivido en Europa. Aquí vivimos bien, nos duchamos cada día con agua caliente, y nuestra principal preocupación colectiva parece que es ser eco-friendly y resilientes. ¡Nos equivocábamos! El rostro del totalitarismo ha vuelto a asomar, y lo ha vuelto a hacer, en buena medida, por lo débiles que nos ha encontrado tanto desde un punto de vista militar como, sobre todo, mental y moral.

Occidente no supo tener una respuesta propia y acorde con sus principios fundamentales ante el virus SARS-CoV2, prefirió copiar a las fórmulas totalitarias de la emergente potencia asiática, aplicando todo tipo de restricciones a la libertad individual, imposibilitando el debate para facilitar únicamente la difusión de la verdad oficial. Algunos gobiernos, como el nuestro, incluso se saltaron la propia Constitución con la incomprensible ayuda de una parte de la oposición.

Luego vino la desbandada en Afganistán. Los señores de la guerra mostraron al mundo entero que el matonismo, la violencia y las ideas más irracionales pueden imponerse sin que a nadie en Occidente le importe demasiado. Tras la precipitada y caótica huida, los periodistas e informadores desaparecen de la región. Así que ¡Qué importa!

En el barrio de los restaurantes y cafés de moda de Belgrado el arte callejero se convierte en una oda a los criminales de la última guerra nacionalista, con la aquiescencia de las autoridades serbias. Incluso el Partido Radical Serbio coquetea con otorgar el indulto a esos mismos criminales. El ultranacionalismo amenaza la seguridad de Bosnia-Herzegovina, haciendo la vida muy difícil a sus gentes. Por supuesto, todo esto no es una noticia que merezca más allá de un pequeño espacio en los medios de comunicación españoles, con frecuencia al servicio de un gobierno aliado de los nacionalismos locales.

Efectivamente, también tenemos nuestros propios demonios, y muchos de ellos tienen abogados defensores en las más altas esferas gubernativas. Esa es nuestra mayor debilidad. En las democracias occidentales ha surgido una nueva clase social: la de los políticos-burócratas capaces utilizar los resortes del poder en beneficio propio, predicando igualdad y corrección política.

Pero, en cualquier caso, Occidente no es solo un concepto demográfico, sino un sistema de valores, una cultura que tiene que ser preservada para que sus logros puedan pasar de una generación a otra. Occidente es, sobre todo, principios universales, es el racionalismo crítico y el humanismo, es la defensa de los derechos y libertades individuales, el equilibrio democrático de la división de poderes y la libre economía de mercado.

Por ello, a pesar de que ahora ya se anuncian incrementos presupuestarios en materia de defensa por parte de algunos países de nuestro entorno, si continuamos aceptando que las leyes educativas que pongan más énfasis en tergiversar la historia en defensa de los nacionalismos locales, o en el anticapitalismo simplón de salón, o en el feminismo de buenas y malos, en vez de en el conocimiento riguroso que alimenta los auténticos debates que hacen avanzar a las personas y a la sociedad, el enorme coste que pagaremos por esta guerra de poder, pero también de filosofía social, no habrá servido de mucho.

No se trata sólo de una asignatura pendiente española. Si Hollywood ya no realiza los grandes estrenos de antaño, en parte es por miedo a incluir en sus películas pasajes políticamente incorrectos que pueden tener graves consecuencias para sus productores y creativos. Así, no nos debe extrañar que en los jóvenes actuales conozcan los detalles de algunas de las crisis económicas norteamericanas o europeas y, sin embargo, desconozcan por completo el Holodomor o la Revolución Cultural.

Hace tiempo que Occidente necesita un rearme cultural, que reconozca su verdadera historia, con sus indiscutibles logros y, por supuesto, también con sus sombras, desde la objetividad que nos permite poder contraponerlos con enorme ventaja a otras alternativas.  Si no lo hacemos, el rostro del totalitarismo puede estar cada vez más cerca.

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