martes, 28 de julio de 2020

Política


Política

En las democracias el elector practica lo que se ha dado en llamar la ignorancia racional. Esto es, sabe que obtener la información necesaria sobre las distintas opciones, para llevar a cabo una elección fundamentada, tiene elevados costes en términos de tiempo, dedicación y esfuerzo. También sabe que su solo voto muy difícilmente cambie el resultado de un plebiscito. Por eso acudirá a las urnas con la mínima información que le proporcione, tan solo, su emoción. De igual modo, y por idénticos motivos, también es una tendencia arraigada en los votantes preferir siempre la estabilidad a los cambios. De ahí que los programas electorales nunca mencionan las reformas que se sabe que hay que hacer.

Lo anterior hace que la política sea, en buena medida, el arte de la apariencia, un juego de simulaciones, donde la realidad no es siempre lo que parece. Y también, es verdad, es el arte de lo posible, al estar la acción de gobierno plagada de limitaciones. Así, la principal impostura que se practica consiste en prometer mucho durante la carrera por el poder. Prometer no cuesta nada, y una vez en los puestos de mando se puede aparentar su cumplimiento, o compensar con favores, con cargos públicos o, simplemente, confiar en la desmemoria de la mayoría.

Uniendo estas dos ideas -electores racionalmente ignorantes y el reparto de papeles en el teathrum politicum- se puede llegar a la conclusión que quien marque la agenda, los tiempos, tiene una ventaja capital. Efectivamente, ser capaz de elegir los temas de debate en el pensamiento de los votantes resulta crucial. Hay una gran diferencia entre liderar un tema, ser el primero en ponerlo sobre la mesa, o entrar al trapo con posturas defensivas con posterioridad. Es este tempus el que permite incluso crear y manejar el lenguaje que cambie el marco mental de la gente. Lo cual explica que el partido que ostente el gobierno lo tiene mucho más fácil que el que ejerce la oposición, sobre todo, si ésta pretende ser responsable.

Simplificar al máximo los problemas y sus soluciones, sin duda, facilita que los mensajes lleguen al ignorante racional. Y no hay otro más fácil que el de culpar al oponente de los errores, y atribuirse, sin rubor, cualquier acierto, sea o no verdad. Los políticos nacionalistas lo llevan haciendo desde siempre, atribuyendo todos los fallos a “Madrid”, y poniéndose la medalla de cualquier hecho positivo. O, por su parte, los socialistas, de forma reiterada, intentan vincular a sus opositores con la dictadura de Franco mediante sus muchas acciones propagandísticas.

Como es importante que el político seduzca a todos los sectores, sin despreciar ninguno, adaptará sus discursos a cada “parroquia” sin importar la coherencia entre los mismos. Así, el líder ávido de poder es capaz de decir blanco por la mañana y negro al medio día si cambia de circunstancias o de "feligreses". Así mismo, cómo los votantes tienen consciencia de responsabilidad, resulta imprescindible añadir el adjetivo “social” a cualquier propuesta. Incluso Ludwing Erhard reconoció que pudo obrar el "milagro económico alemán" de posguerra, mediante una contundente liberalización económica, gracias a haberla bautizado “economía social de mercado”.

Otro asunto relevante es el de vender esperanza. La sociedad y los individuos la necesitan. Ahora bien, es mucho más fácil vender una ensoñación que una senda reformista que altere el statu quo, por los motivos arriba señalados. Por ello utopías como la "República" o la "Independencia" tienen tanto éxito.

En definitiva, no se trata de ideología, no se trata de un debate de ideas para una mejora real del cuerpo social. Tampoco se trata de lealtad para con los votantes. Se trata, tan sólo, del poder por el poder. Siempre ha sido así, aunque ahora se alcanzan niveles extremos por haber sido incapaces de cambiar y adaptar los modos del juego político. Pero... ¡Cuidado con el exceso de confianza!, también el engaño y la impostura tienen sus límites.


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