martes, 12 de octubre de 2021

Política inflacionaria

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Política inflacionista

Durante los años setenta, del pasado siglo, cuando los déficits públicos se convirtieron en explosivos, se recurrió a financiarlos a base de imprimir dinero. Motivo por el cual la inflación escaló a posiciones elevadas. Tan elevadas que muchos países llegaron al colapso, como fue el caso de Gran Bretaña con su duro “Invierno del descontento” de 1979.

Aquí, en España, también padecimos las consecuencias de la degradación inflacionaria de la peseta, aunque, como estábamos inmersos en plena transición política y el sector público tenía mucho margen de crecimiento se pudieron camuflar las responsabilidades.

En cualquier caso, ante los devastadores efectos provocados por la inflación en una buena parte de los países occidentales, se inició una lucha sin cuartel contra este enemigo invisible. Una lucha que se apoyaba, por un lado, en otorgar independencia a los bancos centrales respecto a los gobiernos en la gestión de la política monetaria. Lo que, por otro lado, equivalía a forzar a los ejecutivos a operar con equilibrio presupuestario.

Todo parecía ir bien con la entrada del nuevo siglo cuando estalló la crisis de 2008. Inicialmente se intentó afrontarla con el rigor de la lección aprendida acerca de la inflación. Aunque pronto se vio que los gobiernos democráticos, precisamente por serlo, tenían enormes dificultades para cumplir con los principios básicos de la buena economía. O más crudamente, se pudo observar como estos fueron totalmente incapaces de llevar a cabo las reformas necesarias para poder cumplir con el equilibrio y la sostenibilidad de las finanzas públicas, fortaleciendo al conjunto de la sociedad. De hecho, muchos de los que sí lo intentaron fueron expulsados del poder por las urnas.

Así entramos debilitados en la nueva crisis originada por la mala gestión de la pandemia. Por lo que las autoridades vuelven a recurrir al viejo truco de imprimir dinero. Lo que inexorablemente supone la degradación del mismo, es decir, el inicio de un proceso inflacionista. En otras palabras, el “péndulo de la política económica” ha vuelto a los años setenta del siglo XX.

Así que ahora resulta interesante desempolvar los libros, las crónicas y las hemerotecas de aquel tiempo. Pues, a pesar de los grandes cambios sociales experimentados en el medio siglo transcurrido, se están cumpliendo muchas de las fases económicas que entonces conocimos.

Cuando a finales de 1973 el precio del petróleo inició su ascendente escalada se recurrió al control de precios, aunque eufemísticamente acabó llamándose “política de rentas”, tal como se intenta hacer ahora con la electricidad. Los alquileres, por su parte, estuvieron congelados por la política populista de Franco que tanto se parece a la del gobierno actual.

Todavía no hemos llegado a la fase en que los salarios crecen, pero por debajo de la inflación, lo que en definitiva supone una pérdida de poder adquisitivo que lleva a los sectores más sindicalizados, y con mayor capacidad de presión, a iniciar huelgas reivindicativas y competitivas cada vez más contundentes, ante las cuales solo se puede ceder.

Recuerdo que mi primer año en el añorado Instituto Ramón Llull de Palma, me pasé más de tres meses sin clase por las reivindicaciones de los profesores. Por último, las devaluaciones de la moneda supusieron un empobrecimiento colectivo respecto a otros países.

Finalmente, cuando la inflación se convirtió en insoportable estanflación, los gobiernos del socialista González de los ochenta tuvieron que afrontar un programa de reformas que incluyó la dura "reconversión industrial", que le supuso una importante merma de votos en las comunidades autónomas más afectadas. Y eso que contó con la gran ventaja de poder expandir el tamaño del sector público hasta los límites actuales.

Y es que la política inflacionaria es más asumible inicialmente, que su alternativa de afrontar las reformas estructurales que, necesariamente, rompen con el statu quo social que todo político, surgido de un proceso electoral o que pretenda la popularidad, desea preservar. Pero a largo plazo esa política deviene destructiva y, además, lo más paradójico es que sólo se puede salir de ella encarando el proceso reformista que se intentaba evitar.

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