martes, 23 de marzo de 2021

El sector alimenticio vs. el educativo

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El sector alimenticio vs. el educativo

Es fácil admitir que el sector dedicado a la producción y distribución de alimentos es uno de los más esenciales, fundamentales y básicos de todo el conjunto de la actividad económica de cualquier lugar. Lo mismo se puede afirmar respecto al sector educativo. Son tan esenciales que su forma de funcionar y estructura, de alguna manera, caracteriza a cualquier sociedad.

En la nuestra, el sector alimenticio está bastante liberalizado, tan solo sometido a lógicos controles y normativas, de forma que apenas hay barreras de entrada y, en consecuencia, la gestión empresarial competitiva ha destacado por la introducción constante de innovaciones, elevando la productividad y la satisfacción del usuario a cotas impensables tiempo atrás. Así, la calidad de nuestras dietas es, sencillamente, excelente de forma que, si existen problemas de sobrepeso u otros derivados de la ingesta de alimentos se debe, muy mayoritariamente, a la falta de cultura y formación por parte de la población, y no a la bondad o variedad de los comestibles disponibles.

La oferta de alimentos es enormemente amplia, y la libertad de elección del ciudadano es completa. Puede elegir comprar de forma más pausada en un pequeño mercado municipal con presencia de pequeñas empresas que cuentan con magníficos profesionales, en cadenas de distribución que ponen el énfasis en la rapidez, o en otras especializadas en acercar hasta los domicilios los alimentos más frescos, locales o de elevada calidad. De igual forma, el consumidor puede elegir el grado de preparación de los distintos comestibles. Y todo ello con precios más que razonables, ya que, por efecto de la propia competencia se igualan a los costes de producción.

Sin embargo, el sector educativo está prácticamente monopolizado, sin dejar apenas margen de maniobra para la introducción de modelos alternativos. Los contenidos están dictados por un oscuro funcionario o director general que, con frecuencia, tiene como único norte aprovechar su circunstancial capacidad de influencia para blindar su posición. Los contenidos así confeccionados serán obligatorios en todo el sistema de forma que las editoriales no podrán seguir sus propios criterios.

La formación del profesorado también está cuasi-monopolizada de manera que la mayoría de los profesionales renuncia a elaborar visiones alternativas, en una suerte de erosión del espíritu crítico proclamado como elemento básico del proceso "enseñanza-aprendizaje". Y todo ello, a su vez, conlleva hacia un círculo vicioso de pérdida de prestigio profesional que acaba repercutiendo en el ánimo y la moral de los propios docentes. Con frecuencia, se sienten inermes y sometidos ante un sistema que les coarta cualquier mínimo grado de libertad. Al mismo tiempo, y en lógica correspondencia, renuncian a hacerse responsables de tal estado de situación.

Se puede decir que el sistema incluso puede llegar a tratar al profesorado como si de empleados de una cadena de producción se tratase, cuando, en realidad forman el colectivo laboral más cualificado académicamente de entre los diferentes sectores económicos.

Por supuesto, todo ello se completa con una gran falta de transparencia que hace imposible conocer donde se encuentran los centros de mejor calidad y con buenos resultados. Así que, alternativamente, todos conocemos los rumores, casi siempre infundados, que circulan sobre la situación de cada uno de los colegios e institutos. Además, ahora, desde una parte del espectro político, se impone la supresión de cualquier capacidad de elección por parte de los padres, mientras que los costos de las diferentes unidades del sistema son un oscuro e impenetrable secreto guardado bajo siete llaves.

Frente a esta dualidad inmediatamente surge una pregunta: ¿Quizás lo expuesto explica la diferente satisfacción con los resultados entre ambos sectores?

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