Muy buen artículo de José Luís Miró sobre como la demanda de seguridad nos puede convertir en enfermos mientras estamos sanos. elmundo.es
ANTES DE que la ciudad de Palma doblara su cifra de habitantes y se 
convirtiera en la urbe cosmopolita, orinada por los perros y encantada 
de conocerse que es hoy, los cuatro servicios de urgencias públicos que 
entonces estaban operativos atendían una media de 40 casos diarios. Una 
jornada con diez pacientes era un «duro día de trabajo» para cualquiera 
de los médicos que realizaban aquellas guardias, en las que la mayoría 
de los enfermos, si no todos, eran reales.
Aunque la hipocondría 
es vieja y la han padecido ilustres personajes como Proust o Darwin, las
 cifras prueban que, hasta no hace tanto, casi nadie acudía a la «casa 
del socorro» (siempre me ha parecido magnífica esta denominación) si su 
situación no era apremiante y requería la intervención obligada de un 
facultativo. Hoy, en que la cifra de urgencias diarias no se ha 
multiplicado por dos, como cabría esperar en función del crecimiento 
poblacional, sino por 75, los enfermos graves son la rareza. 
Me 
lo contaba el otro día, en la confianza de una cena familiar, un 
veterano endocrino que ha visto a través de su consulta cómo la 
sociedad del bienestar, que es en realidad la del estrés, el 
sedentarismo, el acceso a la información y la sobremedicación, escalaba 
hasta cotas de obesidad y diabetes jamás sospechadas. Mientras esto ocurría, muchos médicos, me confesó,
 se han convertido en meros prescriptores de fármacos y de pruebas 
diagnósticas carísimas destinadas a colmar las expectativas de una 
clientela que en el fondo no quiere estar sana.
La enfermedad, de algún modo, se ha convertido en una forma de vida y en una peligrosa rutina.
 Y no ayudará a corregirlo, precisamente, el hecho de que en breve 
podamos saber, por un módico precio, qué tipo de tumores somos 
susceptibles de desarrollar en un futuro. El resultado de este increíble
 avance de predicción basado en el estudio genético no será que no 
vayamos a morir de cáncer, pues eso no hay nadie que de momento nos lo 
garantice, sino que empecemos a comportarnos como enfermos antes de 
estarlo.
Haremos dietas y sufriremos privaciones que la realidad 
presente no nos demanda, y renunciaremos, sin apenas darnos cuenta, a 
esos pequeños placeres que dan sentido a la vida y que en realidad son 
tan necesarios y paradójicos como el oxígeno del aire. La elección que se nos ofrece es la virtud del vegano y el brócoli o el sentimiento de culpa del chuletón y la copa de vino.
 La legítima percepción de estar sano, seguramente errónea pero a la vez
 analgésica, dará paso a un nuevo pensamiento cuyo núcleo revela la más 
insalubre de las carencias: no aceptar que un día, tarde o temprano, tenemos que morir.
jueves, 21 de abril de 2016
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