martes, 25 de octubre de 2022

Ya no es la economía, estúpidos

 Ya no es la economía, estúpidos

 mallorcadiario.com

Ya no estamos en la era de la campaña electoral norteamericana de 1992 en la que Bill Clinton utilizó el eslogan “es la economía, estúpido” para imponerse a un aparentemente imbatible George Bush (padre) que ostentaba un 90% de popularidad por triunfos en el final de la Guerra Fría, y en otros asuntos de política exterior.

La frase hacía referencia a que, a la hora de votar, era más importante la situación económica de la población en general que los grandes triunfos colectivos nacionales. La aspiración del votante medio todavía era completar el “sueño americano”, por lo que el crecimiento económico y la esperanza de una mayor prosperidad individual eran aspiraciones prioritarias.

Sin embargo, aunque a muchos nos parece cercano aquel momento, han pasado treinta años desde entonces, y las cosas han cambiado mucho. El ascenso de China, la decadencia estadounidense y del resto de Occidente, la cultura woke que exalta el victimismo por encima del mérito y el esfuerzo, el miedo a un cambio climático inabordable, la obsesión por la igualdad de resultados, la preferencia por los comités de expertos sobre con fuente de autoridad, el control gubernamental de los medios y, lo que a partir del último discurso de Xi Jinping será un nuevo concepto de uso corriente, “la prosperidad colectiva”, han socavado aquellos viejos valores de la anterior generación de Bush-Clinton.

La gestión de la pandemia realizada por los gobiernos democráticos, al estilo chino, ha sido el gran punto de inflexión. La población, ante la amenaza de la enfermedad, aceptó dejar por completo de lado la prioridad económica, incluso también aceptó renunciar a los fundamentos mismos de las libertades individuales. Un fenómeno que lejos de ser pasajero se está consolidando con el paso del tiempo.

Lo colectivo se va imponiendo inexorablemente sobre lo individual. De hecho, se considera que “lo personal es político” y que, en consecuencia, la política puede dictar y reglamentar hasta nuestras más íntimas preferencias y actitudes. Esto a su vez, conlleva a la desfamiliarización de la vida (“los niños son del Estado”) y la reducción de la extensión de la clase media, considerada ésta como aquella independiente del poder estatal. La penalización fiscal del ahorro va en la misma dirección.

Con menos familias, y menos clase media, el leviatán del estado se convierte en la única fuente de seguridad personal posible, de manera que muchos optan por renunciar al control de sus propias vidas para confiárselas al gobierno, en una suerte de renovada servidumbre de la gleba. Para reducir la delincuencia se acepta la vigilancia digital permanente, al igual que para reducir los accidentes de tráfico o las infracciones al fisco, o incluso, para la preservación de la salud. El dinero físico se ve casi proscrito y la vida se hace imposible sin disponer de un smartphone-centinela. Este contexto de control social parece suficiente para el arraigo de discursos favorables al decrecimiento o, en neolengua, prosperidad colectiva.

Todavía no hemos llegado al “crédito social” chino, pero nos acercamos a grandes zancadas. El gran dragón rojo, poco a poco, va imponiendo su cosmovisión colectivista. De hecho, el Hollywood que se convirtió durante décadas en el gran transmisor de la cultura individualista, aquella que sostenía el estilo de vida norteamericano y, por extensión occidental, ya no es ni sombra de lo que fue. Los pleitos interpuestos por los diferentes colectivos de ofendidos, propios de la cultura woke, lo han convertido en inviable.

El control estatal crece sin parar, reduciendo la posibilidad de llevar una vida propia al margen de él. Es por esto que la economía, entendida como oportunidad de progreso personal, ya no es una prioridad. Cada vez menos gente aspira a mejorar su situación. De hecho, ni los más jóvenes anhelan una mayor prosperidad, por creerla imposible. La única pretensión es tener el vínculo más favorable (o menos desfavorable) para con el estado.

Así que, desde aquí, me atrevo a ofrecer un nuevo slogan a los candidatos a las altas magistraturas del país, “ya no es la economía, estúpidos”. 

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