La gran reforma

La gran reforma.

Hace ya tiempo que el historiador e hispanista Raymond Carr dejó escrito que "el problema más serio para nuestra democracia lo constituye el viejo tema que ha obsesionado a la política española desde 1898: la reconciliación de las exigencias de las regiones con la unidad de España", su afirmación en parte sigue vigente, aunque el camino recorrido en las últimas décadas ha sido mucho.

De hecho, la Constitución de 1978 estableció un modelo abierto de descentralización política, con arreglo al que se dejaba en manos de los representantes provinciales la determinación de las principales variables territoriales, incluidas el número de comunidades, el trazado sus límites, la atribución de competencias de cada una, etc.

Es decir, que en el momento de redactarla no se tenía, porque no se podía tener, la certidumbre de hacia dónde conducirían los procedimientos del Título VIII. Por lo que se puede decir que durante todo el tiempo transcurrido desde entonces se ha ido ensayando un modelo territorial que, con todos sus defectos y virtudes, ya forma parte de la cultura política de la ciudadanía, suavizando mucho la afirmación inicial del profesor Carr.

El sistema utilizado fue ir realizando transferencias competenciales desde el Centro a la Periferia, que se complementaban con reformas del sistema de financiación en donde los recursos del conjunto de las comunidades ganaban peso a costa de los del Gobierno Nacional, hasta el extremo que, ahora mismo, el Estado no es mucho mayor, en términos económicos, que una comunidad autónoma grande.

Este modelo de construcción territorial quedó, así, muy definido durante la primera década del siglo XXI, incluso tras las reformas estatutarias de esos años. Sin embargo, el sistema de financiación autonómica continuó con los mismos principios básicos de los tiempos anteriores, lo que se refleja en la complejidad de la última versión de 2009, con sus múltiples fondos, algunos diseñados para comunidades concretas, y con la permanencia del de Suficiencia para garantizar el statu quo.

Por ello, se puede concluir que se ha avanzado mucho en la definición y construcción del Estado de las Autonomías, pero con un tema fundamental pendiente: el de la financiación. Tanto es así, que esta cuestión estuvo en el inicio del actual proceso independentista catalán con la reclamación del pacto fiscal.

Es cierto que al inicio de la actual crisis muchos pensaron que la estructura del Estado estaba demasiado fragmentada para hacerle frente. Sin embargo, la coordinación de los diferentes Programas de Estabilidad de 2012 demostró que no era así. Pero, ahora, la vieja fórmula de intentar solventar las "justas" quejas de las comunidades peor financiadas mediante nuevas aportaciones desde el Gobierno Central, a fin de que "todas ganen", ya no parece posible por el limitado tamaño, antes comentado, del Estado. Además, la propia crisis ha puesto de relieve la importancia de los incentivos generados por el sistema para la adecuada gobernanza de los entes territoriales. Pues, en efecto, cuando a un gobierno se le otorga la capacidad de gastar mientras la responsabilidad de recaudar queda limitada, la forma que tendrá para cumplir con sus electores será maximizando el gasto.

Estos días, el Gobierno, en un acertado ejercicio de transparencia, ha publicado las “Cuentas Públicas Territorializadas” con todos los detalles del cálculo, poniendo de manifiesto la existencia de un problema de inequidad interterritorial de dimensión manejable pendiente de resolución. El informe señala que los problemas de desigualdad no se producen en el manejo de las partidas centrales (pensiones, subvenciones, etc.), ni en el sistema tributario de lógica progresividad, sino que se circunscriben a una parte de la financiación autonómica, con gran importancia de los excesos de las comunidades forales.

Este documento será un instrumento de gran utilidad, a pesar de no haber sido bien recibido por dirigentes de algunas comunidades, especialmente por las receptoras netas de fondos, que han considerado un error su publicación, así como por los sectores más nacionalistas interesados en la magnificación del problema.

En definitiva, si toda reforma supone la ruptura de un statu quo que conlleva un coste político, ésta, juntó con la electoral, es una de las grandes reformas pendientes.

Por todo eso, parece acertado abrir un debate en profundidad sobre cómo tiene que ser este fundamental cambio, y cómo se articularía la transición gradual que, parece lógico, sería necesaria.

En este sentido, se vislumbran dos enfoques que se irán perfilando en los próximos meses. Uno más continuista, que, con la finalidad  de que todos los españoles tengan un acceso a servicios muy parecidos, abogará por una financiación per cápita igual para todos, aunque con lógicos matices. Lo que significa que no todas ganan.

Mientas que la alternativa la podría constituir una visión más liberal, consistente en descentralizar los ingresos en cuantía similar a los gastos, permitiendo que las Comunidades gocen de suficiente responsabilidad como para rendir cuentas ante sus correspondientes ciudadanías. Lo que no supone, en absoluto, abogar por servicios fundamentales muy diferentes, toda vez que éstos suponen en torno al 65% de los gastos autonómicos. La finalidad última sería que la política fiscal se convierta en un componente principal de las campañas electorales autonómicas. Algo que exigiría el esfuerzo de los políticos para explicar las necesidades de financiación de los diferentes servicios públicos, así como también de los ciudadanos, que tendrían que tomar consciencia de la importancia de los presupuestos regionales a la hora de decidir su voto.

Sin embargo, es posible una tercera propuesta, que no vale la pena comentar, proveniente de la izquierda más infantil que querrá más recursos sin determinar su procedencia de forma realista.

En definitiva, aunque el valor de la igualdad está muy arraigado en el pensamiento político español, también existe una demanda de diferenciación política que se podría transformar en un elemento al servicio de la eficacia en la provisión de servicios públicos, permitiendo una mejor aceptación del nuevo sistema. La correcta combinación de estos dos principios quizás no permita la definitiva superación de la página Carr, pero puede suponer un gran avance político además de económico.


Pep Ignasi Aguiló, economista

Publicado en El Mundo el 9 de Agosto de 2014

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