TRIBUNA|ANTONIO ALVAR EZQUERRA
Formar intelectuales, no sólo profesionales
Europa decidió hace unos años crear un Espacio Europeo de Educación Superior (EEES) para que estudiantes y profesores pudieran moverse con más facilidad y para que los empleadores comprendieran mejor el nivel de conocimientos y capacidades de los aspirantes a cualquier puesto de trabajo. Para ello, todas las enseñanzas universitarias se articularían en tres niveles (Grado, Máster y Doctorado), la unidad de referencia sería el crédito ECTS (con el que se miden no solo las horas de enseñanza presencial de los alumnos sino también las de trabajo personal) y los gobiernos de los estados deberían comprometerse económicamente en la mejora de la enseñanza universitaria.
Esos tres compromisos parecían sensatos y fáciles de cumplir.No ha resultado así. Las licenciaturas tradicionales quedan suprimidas a cambio de unos Grados seguidos de unos Másteres, cuya duración respectiva se dejó a decisión de cada país; las divergencias han resultado, como era de suponer, importantes. España optó por Grados de 4 años de duración (240 créditos ECTS) y Másteres de 1 año ó 2 (60 ó 120 créditos ECTS; en la práctica, la inmensa mayoría son de 1 año), mientras que otros países de nuestro entorno han optado por un esquema de 3+2. ¿Cómo se van a resolver esas divergencias para garantizar la movilidad? Entre nosotros, la situación se agrava aún más pues el sistema autonómico -en el que la enseñanza universitaria está transferida desde el Estado central y cada Autonomía actúa con criterios propios- eleva a condición caricaturesca este problema. Sorprendentemente, algunas titulaciones, como Medicina, Farmacia, Arquitectura, quizás las Ingenierías, dispondrán de «directrices propias», es decir, no tendrán que someterse a los mismos condicionantes que las demás; se diría que para las autoridades europeas hay titulaciones de primera, con las que no conviene jugar, y titulaciones de segunda, con las que son legítimos los experimentos.
Además, tras años perdidos por inoperancia de las autoridades educativas en los inicios del proceso, en la anterior legislatura los nuevos gobernantes decidieron abordar la cuestión con mucho voluntarismo y pocas ideas claras. El resultado fue que fracasó estrepitosamente un primer intento de definir los Grados pero, al mismo tiempo, se dio vía libre -de manera deliciosamente surrealista- a la implantación de los Másteres, formalmente diseñados para unos alumnos que aún tardarían cuatro o cinco años en llegar.La casa se comenzó a construir por el tejado. Tras un giro de 180º en la política del gobierno, y con el aplauso de los rectores, se inició una nueva andadura que parece ser, ahora sí y tras muchas energías desperdiciadas y muchas frustraciones en la comunidad universitaria, la definitiva.
A estas alturas, los problemas de aplicación práctica del nuevo sistema de transmisión del conocimiento (inadecuación de los espacios docentes a las nuevas necesidades, escasez de bibliotecas y nuevas tecnologías, sobrecarga burocrática hasta límites inconcebibles de las tareas educativas, dificultades organizativas en facultades y centros, escasez de plantillas de profesores para atender las nuevas metodologías docentes, etcétera) son incontables y derivan en buena medida del incumplimiento por parte de los poderes públicos de uno de los acuerdos de Bolonia, el aumento de la financiación.Todo ha de hacerse a «coste cero», faltaría más. En otro orden de cosas, los acuerdos de Bolonia obviaron algunos aspectos sustanciales de lo que es una tarea indisociable de la Universidad, a saber, la investigación. Habida cuenta del escaso interés que la educación, merece a las autoridades europeas, esa omisión no parece del todo inocua. Se diría que Europa considera que la Universidad solo sirve para expedir títulos. El hecho es que esta reforma tiene una obsesión preocupante por uniformizar y burocratizar cualquier tarea docente, con lo que se consumen las energías de los profesores en reuniones infinitas e interminables y rellenando papeles y formularios que nadie lee y cuya utilidad a nadie convence.Todo eso va en detrimento de la actividad investigadora pues solo parece interesar ahora lo que pueda tener una inmediata aplicación práctica en el mercado laboral, como si esa fuera la única demanda social que se hace de la Universidad, como si la creación de conocimiento ya no tuviera valor por sí mismo.El énfasis que ahora se pone en lograr habilidades, destrezas, competencias (es el léxico de la nueva religión pedagógica), no tanto en adquirir conocimientos -que en buena medida debería generar la propia institución universitaria- resulta cansino.¿Alguien cree que vamos a formar mejores abogados si enseñamos a los estudiantes a ponerse la toga ya desde la Universidad, en lugar de fomentar en ellos el conocimiento, la comprensión y finalmente el aprendizaje del sistema legislativo que estará en la base de su actividad profesional? ¿Alguien cree, además, que puede existir una docencia universitaria de calidad que no esté estrechamente ligada a la investigación? Mal camino iniciamos si nos dejamos convencer de que la misión fundamental de la Universidad es formar profesionales y no intelectuales, capaces de resolver, desde el conocimiento, los problemas que le plantee la sociedad a la que van a servir.
Antonio Alvar Ezquerra es catedrático de Filología Clásica de la Universidad de Alcalá de Henares.Por último, también es importante recordar, que aunque no aparece en el artículo, el actual Gobierno ha perdido mucho tiempo, sustrayendo las competencias universitarios del Ministerio de Educación, para rectificar al cabo de un sólo año.
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