Es curioso como muchos de aquellos que durante años han denunciado una supuesta mala práctica de “obsolescencia programada” por parte de empresas dedicadas a la producción de bienes de consumo, ahora aplauden la “obsolescencia obligatoria” decretada por los gobiernos, tal como ocurre, por ejemplo, con el caso de los automóviles.
Es cierto que el sistema capitalista "auténtico" está caracterizado por una destrucción creativa schumpeteriana, es decir, porque nuevos productos o procesos de producción mejorados arrinconan, y hacen desaparecer, a otros más antiguos. El capitalismo "auténtico" es permanente cambio y adaptación, de ahí su éxito en mejorar la calidad de vida de las secularmente empobrecidas masas.
Ocurre lo mismo con los recursos naturales. Así, por ejemplo, se puede afirmar que fue gracias a ese tipo de capitalismo como el petróleo dejó de ser considerado como una sustancia natural repugnante y maloliente que desvaloriza los terrenos en donde se encuentra para convertirse en el oro negro que salvó a las ballenas. Efectivamente antes de la aplicación industrial del petróleo se empleaba aceite de ballena. Y lo mismo se puede decir de muchos otros elementos de los que disfruta la humanidad surgidos como resultado del sistema.
La empresa que opera en un sistema verdaderamente capitalista se esfuerza, día y noche, para ofrecer, a sus clientes, mejores y más asequibles productos, pues siempre existe el riesgo que un competidor se le adelante. De esta forma el fenómeno de la obsolescencia aparece como algo natural. Así, si en algún caso se programa en el seno de un productor, es únicamente como método para poder ocupar durante más tiempo la primera posición en esa carrera por la innovación.
Ahora bien, también es cierto que una empresa que goce de un cierto poder monopolístico, otorgado por la intervención del gobierno, puede, efectivamente, programar la obsolescencia de alguno de sus productos. En este caso la intervención estatal habría desvirtuado el sistema descrito para transformarlo en capitalismo "corporativista". Podemos recordar como Telefónica de España, por ejemplo, durante sus años de monopolio alteraba, de forma unilateral, alguno de sus productos o servicios. Lo mismo ocurrió, y continúa ocurriendo, en aquellos sectores que siguen gozando del privilegio (ley privada) de ser los únicos oferentes o de disfrutar regulación favorable.
Dicho de otra manera, la obsolescencia en el capitalismo "auténtico" es meramente el resultado del proceso de constante innovación. Por lo que intentar evitarla mediante leyes intervencionistas, a buen seguro, acaba haciendo muy difícil, sino imposible, el proceso de mejora constante de los productos. De hecho, son pocas las innovaciones surgidas en países dados al estatismo, como puede ser nuestro caso.
Sin embargo, y a pesar de lo dicho, de un tiempo hasta esta parte, y con cada vez con más frecuencia, los gobiernos se arrogan la potestad de decretar obsolescencias obligatorias de determinados bienes. El caso actualmente más visible es la prohibición de vender automóviles de combustibles fósiles a partir de una determinada fecha futura. Por supuesto, se hace en nombre del bien común, tal como siempre ocurre con las actuaciones gubernamentales, por muy desastrosas que acaben resultado.
¿Cuáles pueden ser las consecuencias de esa obsolescencia obligatoria? Fijémonos en el ejemplo mencionado, pues, para empezar, se puede observar cómo los fabricantes ahora ponen mucho más énfasis en vender coches de gasolina o diésel qué eléctricos (apenas ofertan algún modelo de gama alta) ya que necesitan amortizar anticipadamente las inversiones, de todo tipo, que han estado desarrollando de este tipo de vehículos. En segundo lugar, otra consecuencia es que los consumidores, de repente, tienen muchos más incentivos a alargar la vida de sus viejos vehículos dada la incertidumbre y los aumentos de costes generados. El resultado combinado ambas fuerzas necesariamente será necesariamente un empeoramiento inicial de las condiciones medioambientales que se pretendían mejorar desembocando en más prohibiciones como las de circular por los centros urbanos.
Además, el proceso de investigación y desarrollo de los nuevos automóviles se tiene que hacer de forma más acelerada, por lo que no tardarán en surgir casos de búsqueda de atajos con consecuencias indeseadas por no poder seguir los tiempos que todo desarrollo tecnológico requiere. Tal puede ser el caso, por ejemplo, de las variadas averías que pueden sufrir las carísimas baterías por usos (acertados o no) no previstos. Por último, aunque no menos importante, es que el desarrollo de las infraestructuras necesarias que, en vez seguir un orden espontáneo, y por tanto adaptado a las necesidades reales, puede desembocar en costosas inversiones que resulten poco útiles, o directamente inútiles, cuando se manifiesten las formas en que los conductores finalmente prefieran operar. Unas inversiones que, en cualquier caso, habrá que amortizar.
De hecho, el más importante fabricante de automóviles del mundo, que, por supuesto no es europeo, sostiene que tanto medioambientalmente como económicamente es un gran error haber descartado la hibridación como pasó intermedio. Pues sostiene que con ella los recorridos cortos (urbanos) que son la inmensa mayoría de los que realizamos se hacen en modo eléctrico, mientras los largos, que son muchos menos, quedan para modo térmico. De esta forma se reducen las necesidades de las materias primas para la fabricación de baterías, facilitando la renovación del parque.
A todo eso hay que añadir casos como el del gobierno español ha declinado reducir los infinitos trámites burocráticos para la reconversión de vehículos térmicos en eléctricos, haciendo imposible un proceso de reciclaje que hubiese superado con mucho a los que tratar de promover (https://www.mallorcadiario.com/enchufar-coches-de-gasolina-pep-ignasi-aguilo).
Por todo ello, de momento podemos concluir que mientras la obsolescencia fruto del “auténtico” capitalismo produce mejores bienes, y mejor medio ambiente, facilitando el absceso masivo a los nuevos productos; la obsolescencia obligatoria, por contra, acaba generando necesariamente mayores costos que alejan los productos de los consumidores más modestos, generando un empeoramiento inicial de la situación ambiental que se pretendía corregir. Y obligando a implementar prohibiciones adicionales. ¿Quizás es esto lo que se pretende?
En cualquier caso, lo realmente triste es la paulatina transformación del capitalismo "auténtico" en un corporativismo que incrementa pautas de vida y consumo impuestas beneficiando mucho más a unos que a otros con resultados ambientales discutibles.
Un ejercicio que dejo para otro artículo es reflexionar sobre cómo hubiese sido la transición hacia el coche eléctrico sin la prohibición. ¿Tal vez hubiese resultado más rápida y completa?
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