martes, 11 de julio de 2023

Mercado libre: cuando el pez chico se come al grande

mallorcadiario.com

La libertad es una e indivisible, es imposible considerar que los miembros de una sociedad son realmente libres si no existe libertad para elegir la forma de interactuar con los demás. Es por ello que los regímenes que han pretendido sustituir las interindividuales, propias de un mercado libre, por alguna forma de planificación jerarquizada, sistemáticamente, acaban siendo dictaduras totalitarias.

La libertad de mercado no siempre es el resultado de un orden alcanzado y mantenido de forma espontánea, pues se caracteriza por la libre competencia empresarial, y ésta tiende a desaparecer si no se la preserva de forma consciente mediante la igualdad ante la ley y la ausencia de privilegios. Vivir y trabajar en un ambiente de competencia es incómodo, hay que tener los músculos y los nervios siempre en tensión, por lo que los empresarios que participan en ese tipo de ambiente mercantil, lógicamente, tenderán a buscar la salida que les permita zafarse de sus rivales. De hecho, en competencia los beneficios empresariales, simplemente, no existen, los precios de los productos y los servicios son los de coste. Es decir, la empresa competitiva puede retribuir los factores de trabajo y capital, pero nada más.

Es por eso que, el papel del empresario, en el mundo genuinamente capitalista, consiste en conseguir algún tipo de ventaja sobre sus rivales, aunque sea de manera coyuntural, para atraer y seducir a los potenciales clientes. Algo que se puede hacer de dos formas.

La primera, que podemos denominar "la buena", es diferenciando su producto y controlando al máximo los costes de producción. Digo que es "la buena" porque ambas actitudes conllevan un proceso de innovación que, con frecuencia, requiere dedicar esfuerzos a la I+D+i. Así, si tiene éxito en ese camino, durante un tiempo podrá gozar de beneficios empresariales (hasta que los competidores le imiten y, por tanto, lo alcancen), los consumidores, por su parte, podrán tener a su disposición mejores y más asequibles productos.

Este tipo de capitalismo es el que ha conseguido que cualquiera de nosotros pueda vivir bastante mejor que el rey de la Francia prerrevolucionaria. Muchos de los bienes y servicios de consumo actuales eran inimaginables para Luís XVI.

La otra forma de evitar la presión de los competidores, "la mala", es actuando deshonestamente, como puede ser poniendo palos en las ruedas a los rivales. Un sabotaje o una campaña de desprestigio pueden ser un ejemplo. Sin embargo, está claro que nadie quiere ser delincuente tanto por razones morales como legales, por lo que esta forma fórmula queda descartada. Ahora bien, existe una modalidad enmarcada en los límites de la ley, de esta forma "mala" de actuar, que consiste en apelar al gobierno de turno para que regule el mercado en el sentido de establecer barreras que expulsen (o impidan la entrada) a otras empresas competidoras.

Dicho todo lo anterior, se puede ver con claridad que sólo en un mundo en donde exista un gobierno intervencionista dispuesto a intercambiar regulaciones de mercado por apoyos políticos se cumple la máxima que el pez grande se come al chico. Pues, en caso contrario, cualquiera puede estar en condiciones de ofrecer un mejor producto a costes más ajustados, lo que limita tanto el poder del empresariado establecido que, a poco que relaje sus músculos o sus nervios verá como un rival más pequeño lo destrona, quizás, para siempre.

La historia empresarial del mundo genuinamente capitalista está llena de ejemplos de innumerables macro-empresas que no han sido capaces de hacer frente a un nuevo rival mucho más pequeño. ¡Los empresarios del genuino capitalismo nunca pueden relajarse! Siempre existe la posibilidad que otros, de cualquier tamaño, corran más. Esa es la auténtica característica del capitalismo de libre mercado, la permanente destrucción creativa que explica el “cuerno de la abundancia” que sistemáticamente le es negado al mundo socialista o nacionalista.

Por supuesto, los grandes empresarios que prefieren acudir a los despachos del gobierno para mantener su statu quo son inteligentes. Lo harán en mayor medida cuanto más intervencionista sea el poder. Y para alcanzar los privilegios legales que desean apelarán siempre a argumentos sociales, de igualdad, de seguridad o salud pública o, tal vez, medioambientales que le resulten más atractivos para el interlocutor político. En ningún caso, claro está, defenderán el mantenimiento de su situación ni la restricción de la libre competencia, a pesar de que eso sea lo que realmente quieren conseguir.

Pues bien, como los políticos de izquierda tienden a rechazar las libertades asociadas al mercado en nombre de los argumentos expuestos, con frecuencia, dichos grandes empresarios preferirán apoyar, de forma directa o indirecta (a través de fundaciones, por ejemplo), a esos idearios políticos más dispuestos a una mayor intervención. Este razonamiento explica que a todos nos vengan a la mente nombres grandes empresarios mediáticos cuya elaborada imagen cuadra mejor con posiciones de izquierda.

En definitiva, es la propia libertad económica la que limita el poder del gran empresariado. Y lo hace con tanta frecuencia que son numerosas las ocasiones en que se ha podido afirmar que el pez pequeño se comió al grande. Es por eso que es tan importante que desde las tribunas públicas se realicen discursos defendiendo un concepto amplio de libertad, que incluya, como no puede ser de otra manera, la libertad económica. Su poder de seducción se tiene que hacer oír.

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