La manivela de Sismondi
Sismondi fue un notable pensador que vivió las grandes transformaciones sociales europeas de finales del siglo XVIII y XIX. Por su heterodoxa forma de pensar ha pasado a la historia como precursor del influyente Karl Marx, al ser uno de los primeros autores en romper con la creencia confianza en la armonía social que tan brillantemente defendió Adam Smith y que quedó plasmada en la, todavía vigente, Constitución norteamericana.
Su crítica al incipiente capitalismo industrial la fundamentaba en la división social que se produce, entre patronos y proletariado (es el primero en utilizar esta última expresión) por efecto de la competencia empresarial que obliga, a los primeros, a una continua reducción de costes con la consiguiente presión a la baja sobre los salarios. Esa misma dinámica conduce, cuando los jornales ya no pueden descender más, por ser incompatibles con mera subsistencia, a la sustitución de los hombres por máquinas.
Como muchos filósofos y pensadores acaba exagerando al máximo sus teorías por lo que afirmará que, de seguir con las tendencias capitalistas, en un futuro no muy lejano “el rey de Inglaterra se quedará solo en su isla dando vueltas a una manivela, lo que permitirá realizar, con autómatas, todo el trabajo de la nación”.
Traigo a colación esta historia, porque desde los inicios de la revolución industrial hemos convivido con el temor de que las maquinas acaben desplazando a las personas de sus puestos de trabajo. De hecho, un pensador mucho más reciente, Wassily Leontief, llegó a la impactante conclusión “El papel de los seres humanos como el más importante factor de producción está destinado a disminuir, de la misma forma que el papel de los caballos, en la producción agrícola, también disminuyó y luego desapareció con la introducción de los tractores”.
Esta argumentación está volviendo a ser empleada, por los más sofisticados defensores de la renta básica, ya que consideran que las dificultades para encontrar un puesto de trabajo remunerado dignamente se van mermando a medida que la digitalización avanza. Por lo que la idea fundamental de sus promotores es desvincular los ingresos personales de la producción.
Sin embargo, y a pesar de todos esos reiterados augurios, el capital humano continúa siendo, no sólo la principal fuente de producción, sino la más esencial y de la que dependen todas demás. De hecho, es la propia labor desarrollada por la imaginación de la mente de las personas la que ha procurado la creación de todos los prodigios que nos permiten ir prescindiendo de los trabajos más duros o tediosos, al tiempo que multiplicamos nuestras posibilidades de bienestar.
Cuando la imprenta se difundió, se volvió poco menos que inútil la labor de los frailes copistas que, de forma meticulosa, producían las costosísimas copias de los escasos libros que llegaban al limitado mercado. Ahora bien, a partir de la invención de Gutenberg fueron muchos más los que aprendieron a leer, y también a escribir, de forma que el trabajo ligado a los libros acabó creciendo de una forma jamás pensada. La imprenta supuso una revolución en la comunicación del conocimiento similar a la que estamos experimentando con Internet.
Cuando Henry Ford logró democratizar el automóvil, los oficios relacionados con la utilización de los caballos como medio de transporte declinaron, al tiempo que crecían exponencialmente nuevos oficios que unos años antes, simplemente, hubiesen resultado totalmente impensables.
Lo cierto y verdad es que conseguir zafarse de las tareas más aburridas, pesadas o repetitivas libera la energía creativa humana hasta límites insospechados, sobre todo cuando existen poderosos incentivos para ello. El capitalismo y el liberalismo clásico han sido las fórmulas empleadas, a base de respeto por la vida, la libertad y la propiedad, para generar tales incentivos.
Por todo ello, mirando al pasado, soy de la optimista opinión de que, efectivamente, la digitalización acabará con muchos de los actuales empleos, pero si la legislación y los gobiernos no lo impiden surgirán, de la mano del capitalismo liberal, muchos otros más cómodos, creativos y agradables que los que se vayan destruyendo.
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