Mis escalofríos con las externalidades del cambio climático
PIgou fue un notable economista,
profesor de Cambridge hacia principios del siglo XX. Eran los inicios
académicos de una materia con una enorme influencia en los dirigentes políticos
de un gran imperio comercial.
Esa época se caracterizó, hasta el verano de 1914, por un crecimiento sin parangón impulsado, en buena medida, por los grandes prodigios alumbrados tras la Guerra Civil estadounidense un puñado de brillantes emprendedores, como los Vanderbilt, Morgan, Carnegie, Edison, Tesla, Ford y otros, llevaron a la economía de su país a cotas jamás vistas. Provocando un cambio tan radical en los estilos de vida que muchos países europeos se sintieron amenazados. Unos respondieron con movimientos nacionalistas, comunistas otros.
Inglaterra seguirá un camino propio al que contribuyó el maestro Pigou, desde su privilegiado púlpito universitario, al introducir el concepto de “externalidad” o “fallo de mercado” para justificar la intervención gubernamental en una nación hasta aquel momento muy reticente. El influyente profesor, básicamente, consideraba que, en determinados campos, la economía de mercado no funciona correctamente porque los agentes (empresarios y familias) no consideran los efectos externos (externalidades) de sus acciones.
Inicialmente identificó externalidades positivas. Por ejemplo, consideró que las familias tendían a invertir insuficientemente en la formación de sus vástagos, justamente por carecer de la formación suficiente. Lo mismo ocurría en materia de sanidad la sanidad y con el sistema de protección al declinar de la edad, pues en un caso los sanos no valoran suficientemente la salud, mientras que los jóvenes suelen pensar que la vejez nunca llega.
Como el lector se puede imaginar, ese razonamiento justificaba la intervención directa del gobierno en tales materias. Abriendo, de esta forma, una puerta que con el tiempo y con la ayuda de su discípulo Keynes daría lugar a los elefantiásicos estados modernos.
Por su parte la externalidad negativa por antonomasia consideró la contaminación que se produce como efecto colateral o externo al producir. Así, siguiendo el criterio del catedrático de Cambridge, se podía combatir la polución mediante impuestos desincentivadores además de otras formas de intervención. Es por ello que a los tributos medioambientales los conocemos como “impuestos pigouvianos”. De esta forma, en definitiva, las externalidades fueron la primera piedra en el camino teórico a la justificación en la liberal Inglaterra la intervención estatal que más tarde seguría medio mundo.
Desde aquellos tiempos ha llovido mucho, y también han llovido las regulaciones que tienen por objetivo acotar y controlar las actuaciones que producen externalidades de empresas y particulares por parte de gobiernos y burócratas.
El cambio climático identificado por los diferentes paneles de expertos al servicio de la ONU es una forma de externalidad extrema que, siguiendo a Pigou, permite justificar todo tipo de intervenciones y controles gubernamentales sobre los ciudadanos no sólo en materia económica, sino de todo tipo. No es raro, pues, que a los más ambiciosos gobernantes abracen con fuerza estas ideas. Nunca podrán encontrar una mayor legitimidad para aumentar su poder.
Por todo ello, tengo que confesar que, como amante de la libertad personal, me suele recorrer la espalda un ligero escalofrío cuando oigo pronunciar, por cualquier persona, la palabra “externalidad”. Me sucede lo mismo cuando escucho en boca de un político la expresión "cambio climático".
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