De un tiempo a esta parte todas las conversaciones sobre política acaban con la conclusión de que España está viviendo momentos de especial gravedad y que tiene que hacer frente a problemas de inusitada dificultad. Muchas veces esa constatación es expresada, incluso, con un pesimismo que roza el catastrofismo. Ese pesimismo me parece, por un lado, injustificado, y, por otro, enormemente peligroso.
Es verdad que los momentos que vivimos no son fáciles, pero también es verdad que los españoles hemos vivido momentos mucho más difíciles y hemos sabido superarlos. Como también es verdad que nunca en nuestra historia hemos contado con un marco político más democrático y más adecuado para afrontar todos esos problemas: la Constitución Española de 1978.
El catastrofismo que aparece en muchas de esas conversaciones de los últimos tiempos hunde sus raíces en los graves problemas que están en la boca de todos: la crisis económica con la secuela tremenda del paro, el desafío independentista de los nacionalistas catalanes y, para terminar de oscurecer el cuadro, los escandalosos casos de corrupción de demasiados políticos.
En ese caldo de cultivo es donde hay que enmarcar propuestas de ruptura como las que propugna, sin ambages, Podemos. Ante las dificultades que plantea la crisis económica, ante las tensiones independentistas y ante la corrupción en la que han caído algunos –demasiados– políticos, Podemos quiere hacernos creer que la solución mágica es su propuesta de dar por liquidado el régimen constitucional de 1978.
Es una constante en la Historia de España la de hacer tabla rasa de lo ya existente, para, a continuación, querer empezar todo de cero. Con consecuencias siempre nefastas. Basta contemplar la historia de la elaboración de las Constituciones Españolas, que, en muchos casos, se ha guiado por la ley del péndulo y por el afán de imponer a media España la voluntad de la otra media. En este sentido, como en muchos más, la Constitución del 78, ésa que algunos quieren jubilar de manera insensata, es el ejemplo de lo mejor que ha producido la clase política española en los dos últimos siglos.
Al contrario de lo que propugnan los catastrofistas, es precisamente nuestra Constitución del 78, la Constitución del consenso y de la concordia, el marco más adecuado para afrontar la solución de todos los problemas que hoy nos acucian.
De esto no tengo la menor duda. Como tampoco la tengo de que ha llegado la hora de hacer política muy en serio. Fernando Savater, en un libro aparecido hace poco (Defensa de la ciudadanía Ed. Ariel), dice: «ser político en el sentido auténtico del término, no en el insultante y pueril, es preferir enmendar errores a linchar culpables». Creo que es un acertado consejo para todos. Claro que ese consejo implica taxativamente la enmienda de los errores por parte de los políticos. No me refiero a la corrupción, porque la corrupción no es un error, sino un delito gravísimo en un político. Me refiero a todos los errores en los que los políticos han –hemos– caído en los más de 36 años de vida constitucional que llevamos.
Errores que, además de la corrupción, han acabado por provocar una innegable desafección de los ciudadanos hacia los políticos.
Una de las causas de esa distancia que, cada vez más, separa a políticos y ciudadanos, la tenemos en el funcionamiento interno de los partidos políticos. Los partidos políticos hoy viven y se mueven hacia adentro, siempre pendientes de sus cúpulas dirigentes, que mantienen muy pocos canales de comunicación con los ciudadanos e, incluso, con sus propios militantes de base.
Esta situación es el resultado de los casi 38 años de vigencia de una Ley Electoral, que está pidiendo a gritos ser reformada. Porque con las listas cerradas y bloqueadas, los electores sólo conocen al cabeza de lista, que, además, es el único que de verdad se la juega en las elecciones.
Con el sistema actual los políticos acaban por preocuparse y ocuparse sólo de agradar al líder de su partido, que es el que les va a colocar en las listas en puestos de salida, en vez de preocuparse y ocuparse de servir a los ciudadanos que les han votado.
Puede no ser fácil la reforma de la Ley Electoral, pero es imprescindible. Lo que sería imperdonable es que no se aborde por egoísmo partidista o por miedo a que entre aire fresco en los partidos.
Antes de abordar las posibles reformas de la Constitución, que algunos propugnan, puede que de buena fe, sería mucho mejor consensuar una nueva Ley Electoral. Y no hacer caso ni a los catastrofistas ni a los que, con la excusa de que algunas cosas no van bien, quieren cargarse todo lo que tanto ha costado conseguir.
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