Las raíces centrífugas de la política española
Desde hace tiempo
sostengo que dos de las principales raíces de las tendencias centrífugas de la
política española residen en dos leyes orgánicas, es decir, con rango inferior
a la Constitución. Por eso mismo, echo de menos que los partidos más sensatos
del arco parlamentario no las mencionen. Pues, el mero hecho de ponerlas sobre
la mesa supondría un gran paso a la hora de centrar los debates.
En primer lugar, el sistema de financiación autonómico, al repartir los grandes tributos entre la administración central y las comunidades, en vez de asignar titularidades claras, provoca una casi total falta de transparencia a la hora de establecer responsabilidades. Es decir, genera un muy perverso efecto, que sistemáticamente ha sido aprovechado por aquellos con actitudes más desleales, como es el caso de los populismos-nacionalistas.
Como el nacionalismo vasco no participa del sistema de financiación ordinario, éste siempre ha estado supeditado a las demandas de los grupos nacionalistas catalanes. Es decir, que han sido estos últimos los que han ido configurando el sistema. Mientras que, por su parte, el gobierno central de turno se ha limitado a evitar que ninguna otra comunidad autónoma perdiera con cada modificación. El resultado ha sido que cada vez que se revisa, sin alterar sus principios básicos, acaba perdiendo el sufrido contribuyente, es decir, todos nosotros, en beneficio de las élites locales.
La normativa electoral, por su parte, conduce a que partidos con muy escasa representación y que, incluso, la ven disminuida de convocatoria en convocatoria, acaben teniendo la llave de la gobernabilidad nacional. Una vez más, éste vuelve a ser el caso de los partidos nacional-populistas. Así, por ejemplo, en la actual legislatura, Junts con tan sólo 7 escaños, de los 350 que se reparten en el Congreso de los Diputados, puede imponer sus condiciones. Dicho de otra manera, nuestro sistema electoral no representa correctamente el juego de las mayorías.
Tal como determina la doctrina política, el parlamento no debería ser, de ningún modo, un congreso de embajadores que defienden intereses territoriales, sino una asamblea deliberante en la búsqueda del bien común del conjunto de la nación. Sin embargo, este esencial principio se rompe desde el momento en que la normativa electoral favorece políticamente a aquellos que deciden actuar de forma desleal, tal como viene ocurriendo a lo largo de todo el periodo democrático.
Así mismo, es la normativa electoral la que ha provocado que desde la Gran Recesión los grandes partidos no hayan sido capaces de satisfacer a todo el electorado su espectro político, favoreciendo la aparición de partidos más radicales y, por tanto, con tendencia a la desestabilización. Una desestabilización que acaba traduciéndose en un gobierno que funciona recurriendo sistemáticamente a la utilización de los decretos leyes para reducir el papel propio del propio poder legislativo.
Ninguno de los dos problemas mencionados es nuevo. De hecho, pienso que Sánchez, con su firme decisión de hacer lo que sea para “comprar los votos” necesarios para su investidura personalísima, está culminando un camino emprendido hace tiempo atrás.
Por supuesto, ni una ni otra normativa serían problema si existiera un mínimo de lealtad institucional. Pero, lo cierto y verdad es que ésta desapareció tan pronto el llamado "espíritu de la transición" finalizó su ciclo. La política es la lucha descarnada por el poder. Eso sí, con la ventaja que en democracia se canaliza a través del imperio de la ley… siempre y cuando sus actores se crean en esas leyes.
¿Por qué, entonces, no se han abordado estos dos grandes problemas cuando esas fuerzas centrífugas hace décadas que son observables para cualquier espectador? Aunque siempre es arriesgado lanzar hipótesis sobre los comportamientos de organizaciones opacas, como son los partidos, sinceramente, pienso que, por confiar indolentemente, y cómodamente, en los límites establecidos en la Constitución en algunos casos, y en otros para aprovechar a su favor el viento que generan.
Ahora bien, la propia Constitución se comenzó a estirar como un chicle tan pronto como con la expropiación de Rumasa, al inicio del largo mandato de González. Luego Zapatero hizo lo propio con el asunto de la violencia de género. Y Sánchez no ha parado de hacerlo para poder mandar con un grupo socialista muy disminuido. Es por eso que considero que las fuerzas impulsadas por las dos citadas leyes orgánicas están demostrando tener más fuerza que la propia Carta Magna.
En cualquier caso, esperar lealtad institucional en la política es, como dicen los catalanes “somiar truites”. Sin una reflexión colectiva seria sobre estas trascendentales cuestiones, lo lógico es esperar que las fuerzas centrífugas continúen operando en la misma dirección, incluso hasta el punto de arrinconar en la marginalidad a aquellos partidos que se oponen a ellas.
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