¿Podrá el PP
cambiar el rumbo?
Las cosas no van
bien, en parte porque las dinámicas internacionales no son favorables y, sobre
todo, porque la dirección de los dos gobiernos españoles (nacional y
autonómico) han elegido el rumbo del populismo, conformado como una coalición
de minorías con intereses diferentes del general, cuyas decadentes
consecuencias expuse la semana anterior. No obstante, vivimos en una
democracia, así que, aunque esta no atraviese su mejor momento, podemos
concebir esperanzas de un cambio político.
Sin embargo, el populismo es un mal muy difícil de combatir incluso desde las altas esferas del Estado, pues echa raíces muy profundas que penetran por todo el entramado social con menosprecio del bien común. Tal como señalé en mi anterior artículo, el fomento de la confrontación social que ha caracterizado el mandato sanchista será difícil de superar. Sólo se podrá hacer mediante un liderazgo claro y decidido que apele a objetivos comunes compartidos. Fácil de decir, pero muy difícil de implementar sin caer en el riesgo de aceptar algunos de los perversos postulados actualmente promovidos.
Dicho de otra forma, el PP, como alternativa de gobierno, tiene que conseguir un complicado equilibrio que, por un lado, permita al público visualizar su propósito de enmendar las políticas, las leyes, las actuaciones y la narrativa de Sánchez con sus socios; mientras, al mismo tiempo, lanza mensajes de unidad, no sólo territorial, sino también y, sobre todo, doctrinal y social. Algo sumamente enrevesado cuando se tiene enfrente al capitán del Pacte del Tinell y del “No es no” en aras a coaligar intereses minoritarios.
Además, tampoco resulta especialmente favorable la acumulación de poder por parte de organismos supranacionales con dinámicas propias y dudosamente democráticas. Ocurre lo mismo con la coyuntura internacional que ha generalizado una mala gestión de la pandemia, que pilota mal la transición energética y que sigue un erróneo y errático planteamiento de las relaciones de Occidente con Rusia y China. El mundo camina hacia una desglobalización con peligros, no solo económicos sino, lo que es peor, bélicos. Todo esto constituye una dificultad añadida para quien, en principio, desea desarrollar políticas sensatas sin dejarse arrastrar por la ola populista.
Basta hacer el ejercicio de imaginar cómo sería la situación sí el PP estuviese en el gobierno. Las huelgas, las manifestaciones de malestar y las protestas de trabajadores que pierden poder adquisitivo, o de aquellos que recibieron promesas incumplidas por la extensión de la pobreza energética o alimentaria, o por la pérdida de libertades, etc. serían algo así como el pan nuestro del descontento de cada día. Sería así, porque tanto el PSOE como Unidas Podemos, a imagen y semejanza de los nacionalistas, procuran puestos de poder que vayan más allá de las derrotas electorales. Desde los cuales pueden seguir impulsando la ingeniería social gradualista que oportunamente les mantenga en el poder.
Considerando todos estos elementos, y ante la hipotética próxima victoria electoral, el PP se enfrenta al dilema de si actuar al modo de un simple administrador concursal, afrontando sólo las mínimas transformaciones económicas que permitan salir del bache sin remover el cuerpo social. O, si por el contrario se opta por desarrollar cambios de mayor calado que intenten evitar la decadencia nacional.
En este último caso, la disyuntiva será si desarrollar cambios lentos que minimicen su impacto social, o alternativamente, implementarlos de forma rápida y decidida para evitar que las inevitables tensiones sociales se prolonguen en el tiempo. La primera opción tiene la ventaja de consolidar al partido en los puestos de poder, aunque tiene el inconveniente de fortalecer la dialéctica, la argumentación y la organización de alianzas de todas aquellas minorías que se opongan al proceso regenerador.
La alternativa contraria, actuar de forma rápida, es a mi juicio la que albergaría mayores posibilidades de éxito. Sin embargo, eso requiere una preparación previa rigurosa y minuciosa. Lo que fácilmente se puede traducir en destapar las cartas antes de hora, facilitando las embestidas populistas.
En definitiva, sobre el PP, y sobre su líder Feijó, recae ya una grave responsabilidad que requiere, no solo pulso firme y cabeza bien fría, sino, sobre todo, claridad de objetivos y determinación para alcanzarlos. ¡Ahí es nada!
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