Política
En
las democracias el elector practica lo que se ha dado en llamar la ignorancia racional. Esto es, sabe que
obtener la información necesaria sobre las distintas opciones, para llevar a
cabo una elección fundamentada, tiene elevados costes en términos de tiempo,
dedicación y esfuerzo. También sabe que su solo voto muy difícilmente cambie el
resultado de un plebiscito. Por eso acudirá a las urnas con la mínima
información que le proporcione, tan solo, su emoción. De igual modo, y por
idénticos motivos, también es una tendencia arraigada en los votantes preferir
siempre la estabilidad a los cambios. De ahí que los programas electorales
nunca mencionan las reformas que se sabe que hay que hacer.
Lo
anterior hace que la política sea, en buena medida, el arte de la apariencia,
un juego de simulaciones, donde la realidad no es siempre lo que parece. Y
también, es verdad, es el arte de lo posible, al estar la acción de gobierno
plagada de limitaciones. Así, la principal impostura que se practica consiste
en prometer mucho durante la carrera por el poder. Prometer no cuesta nada, y
una vez en los puestos de mando se puede aparentar su cumplimiento, o compensar
con favores, con cargos públicos o, simplemente, confiar en la desmemoria de la
mayoría.
Uniendo
estas dos ideas -electores racionalmente ignorantes y el reparto de papeles en
el teathrum politicum- se
puede llegar a la conclusión que quien marque la agenda, los tiempos, tiene una
ventaja capital. Efectivamente, ser capaz de elegir los temas de debate en el
pensamiento de los votantes resulta crucial. Hay una gran diferencia entre
liderar un tema, ser el primero en ponerlo sobre la mesa, o entrar al trapo con
posturas defensivas con posterioridad. Es este tempus el que permite incluso crear y manejar el lenguaje que
cambie el marco mental de la gente. Lo cual explica que el partido que ostente
el gobierno lo tiene mucho más fácil que el que ejerce la oposición, sobre
todo, si ésta pretende ser responsable.
Simplificar
al máximo los problemas y sus soluciones, sin duda, facilita que los mensajes
lleguen al ignorante racional. Y no
hay otro más fácil que el de culpar al oponente de los errores, y atribuirse,
sin rubor, cualquier acierto, sea o no verdad. Los políticos nacionalistas lo
llevan haciendo desde siempre, atribuyendo todos los fallos a “Madrid”, y poniéndose la medalla de
cualquier hecho positivo. O, por su parte, los socialistas, de forma reiterada,
intentan vincular a sus opositores con la dictadura de Franco mediante sus
muchas acciones propagandísticas.
Como es
importante que el político seduzca a todos los sectores, sin despreciar
ninguno, adaptará sus discursos a cada “parroquia”
sin importar la coherencia entre los mismos. Así, el líder ávido de poder es
capaz de decir blanco por la mañana y negro al medio día si cambia de
circunstancias o de "feligreses".
Así mismo, cómo los votantes tienen consciencia de responsabilidad, resulta
imprescindible añadir el adjetivo “social”
a cualquier propuesta. Incluso Ludwing
Erhard reconoció que pudo obrar el "milagro económico alemán" de posguerra, mediante una
contundente liberalización económica, gracias a haberla bautizado “economía social de mercado”.
Otro asunto
relevante es el de vender esperanza. La sociedad y los individuos la necesitan.
Ahora bien, es mucho más fácil vender una ensoñación que una senda reformista
que altere el statu quo, por los
motivos arriba señalados. Por ello utopías como la "República" o la "Independencia"
tienen tanto éxito.
En
definitiva, no se trata de ideología, no se trata de un debate de ideas para
una mejora real del cuerpo social. Tampoco se trata de lealtad para con los
votantes. Se trata, tan sólo, del poder por el poder. Siempre ha sido así, aunque
ahora se alcanzan niveles extremos por haber sido incapaces de cambiar y
adaptar los modos del juego político. Pero... ¡Cuidado con el exceso de
confianza!, también el engaño y la impostura tienen sus límites.