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Por primera vez en la historia, el número de personas en
situación de pobreza extrema (aquellas que viven con una renta inferior a
1,9 dólares diarios, o alrededor de 60 dólares mensuales) ha bajado del
10% de la población mundial: en concreto, el 9,6% según el Banco
Mundial. O, dicho de otra forma, nunca en la historia de la humanidad
más del 90% de la población mundial (6.600 millones de personas) había
logrado escapar de la pobreza extrema.
Los
últimos 25 años son, con mucha diferencia, el período en el que más
centenares de millones de personas han superado las más graves cotas de
miseria. En 1990, el 37% de la población mundial vivía en una situación
de pobreza extrema: por consiguiente, sólo 3.300 millones de personas
vivían fuera de la misma. En 2015, ese porcentaje se ha reducido al 9,6%
y el número de personas fuera de la pobreza extrema se ha duplicado
hasta 6.600 millones. En otras palabras, en los últimos 25 años ha
salido tanta gente de la pobreza -3.300 millones de personas- como en
toda nuestra historia previa a 1990.
Esta magnífica evolución -que va de la mano de otros registros
igualmente excelentes en materia de mortalidad infantil, alfabetización,
acceso al agua potable o alargamiento de la esperanza de vida-
contrasta con la visión marcadamente pesimista que mantienen la mayoría
de occidentales con respecto a la evolución del planeta. La vivencia
personal de una intensa crisis económica en los países desarrollados
tamiza nuestra percepción sobre la evolución de los emergentes: si a
nuestro alrededor vemos más desempleo y salarios menguantes,
probablemente signifique que el resto del mundo esté atravesando por una
situación similar o incluso peor.
Acaso por ello, la valoración del libre mercado en los países
emergentes -aquellos que están saliendo de la pobreza extrema a pasos
agigantados- sea mucho más favorable que en los países desarrollados
-aquellos afectados por una duradera crisis económica-. Así, según el
Pew Research Center, el 95% de los vietnamitas, el 76% de los chinos, el
74% de los nigerianos o el 72% de los indios consideran que la mayoría
de personas prosperan gracias a los mercados libres; en cambio, sólo el
60% de los franceses, el 57% de los italianos, el 47% de los griegos o
el 45% de los españoles comparten semejante afirmación. Dado que el
librecambismo vinculado a la globalización ha conseguido hacer prosperar
a las naciones más pobres como nunca antes lo habían hecho, su visión
sobre el capitalismo es notablemente más positiva que entre aquellos
otros países a los que el capitalismo ya desarrolló hace más de un
siglo.
Con todo, y a pesar de los históricos datos de reducción de la
pobreza, no deberíamos perder de vista los riesgos que existen en el
corto y medio plazo. Los temores a que se haya formado una burbuja en
los países emergentes a raíz de las acomodaticias políticas monetarias
ejecutadas por los bancos centrales occidentales durante el último
lustro son cada vez mayores: una burbuja que, en caso de pinchar,
ralentizaría durante algunos años el ritmo de crecimiento -y por tanto
de reducción de la pobreza- de los emergentes, tal como parece estar
sucediendo ya con China.
Mas el árbol de los riesgos a medio plazo no debería impedirnos ver
el ilusionante bosque a largo plazo: por mucho que los emergentes puedan
resfriarse durante un tiempo, la tendencia será a que sigan prosperando
durante las próximas décadas (a menos que nuestros gobiernos o sus
gobiernos destrocen la globalización a través de un rearme arancelario) y
a que, por consiguiente, la pobreza extrema termine desapareciendo por
completo del planeta en muy pocos lustros. Occidente ya disfrutó de
tales bondades desarrollistas a partir de la revolución industrial: los
ciclos económicos inducidos por los privilegios estatales a la banca no
frenaron su imparable tendencia hacia una continuada prosperidad. Ahora,
por fin, les ha tocado el turno a todos los restantes países.
Juan Ramón Rallo
miércoles, 7 de octubre de 2015
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