La inflación es un fenómeno que se produce por el envilecimiento del
dinero. Se produce cuando la cantidad de moneda crece más rápidamente que la
producción.
Normalmente se dice que la inflación es un aumento generalizado de los
precios; cuando en realidad es la pérdida de calidad de la moneda.
Durante los años 70’s del pasado siglo XX en Europa la mayor tasa de
inflación la encontrábamos en la ya desaparecida comunista Yugoslavia, y la más
baja en la Alemania
occidental, aunque la Gran Bretaña
llegó a colapsar por su descontrolado incremento de precios.
Por ello, podemos concluir que la
inflación se produce, fundamentalmente, por un crecimiento rápido de la
cantidad de dinero, en comparación con la producción.
De hecho, definir la inflación como el “aumento
general de precios” es un error común incluso en muchos libros de texto.
Pues la inflación es una variación de los precios relativos, no aumentos
generales. Lo que tiene efectos destructivos al impedir el cálculo económico.
Al concluir que la
inflación es un fenómeno fundamentalmente de “Prensa de Impresión”. Pero decir que la inflación se produce
por imprimir dinero, es sólo comenzar a entender el problema.
De esta forma, los responsables del proceso inflacionista no son quienes
suben los precios, sino quienes envilecen el dinero imprimiendo en exceso.
Es evidente que la emisión de más dinero nunca crea riqueza.
Hay que preguntarse ¿Por qué se imprime tanto dinero?.
En ocasiones, como ocurrió tras La Conquista de América, se produjo la
llamada “Revolución de los Precios”
debido a la enorme afluencia de oro y plata procedente del nuevo continente.
Y lo mismo ocurrió a mediados del siglo XIX en los EEUU cuando se produjo
la llamada “Fiebre del Oro” por los hallazgos de este metal en California y
Australia.
Sin embargo, en los años 70’s del pasado siglo XX el exceso de dinero
creado lo era por voluntad de los gobiernos. Que lo creaban para pagar sus
gastos. De manera que si pensamos que más de la actividad económica está en
manos de los estados, podemos concluir que entre una cuarta parte y un tercio
de la actividad se financió mediante la creación de nuevo dinero. Pues los gobiernos no sólo pueden obtener sus
ingresos (dinero) de la ciudadanía mediante la tributación, sino también
imprimiendo más dinero, es decir, generando inflación.
El auténtico costo de gobierno es lo
que gasta, independientemente de cómo lo financie.
Así que se puede hablar de “impuesto-inflación”, cuya base tributaria es el total
del dinero que tienen los habitantes de un país. Pues la inflación toma
destruye los ahorros del público.
La inflación equivale a un impuesto sobre la riqueza monetaria de los
individuos del que se apropia el Estado (Gobierno) y sus grupos afines.
Sin duda se trata de un impuesto muy tentador para los Gobiernos, pues
puede ser introducido sin pasar por ningún parlamento, sin que aparezcan
titulares de prensa el día de su puesta en funcionamiento, y por tanto, sin
oposición de ningún tipo.
De hecho, se pueden perder unas elecciones o provocar una revuelta popular
por incrementar la presión tributaria. Eso no ocurrirá cuando se pone en marcha
la máquina de imprimir dinero; al menos no ocurre al principio.
Por ello, cuando un país se enfrenta a
un periodo de inflación; Hay un solo camino, solamente uno ¡Sólo uno!. Consiste
en reducir los gastos del gobierno. Y
recordemos una vez más, que el verdadero
coste del gobierno es lo que gasta, no lo que ingresa.
Desde luego, la inflación es un impuesto muy productivo, pero también muy
destructivo. Pues desaparecen los incentivos al ahorro, resulta difícil conocer
las empresas que ofrecen los mejores precios, e incluyo resulta difícil
determinar cuando podremos llevar a cabo un determinado gasto. Además, la
distribución del PIB se acabará pareciendo al poder de negociación de los diferentes
colectivos. Así, empleados de sectores estratégicos y otros grupos capaces de
paralizar el país mediante huelgas estarán mucho mejor retribuidos que aquellos
colectivos que carezcan de tal poder.
Por supuesto, con inflación resulta casi imposible canalizar los ahorros
(recursos) hacia las oportunidades de inversión más eficientes.
Durante un proceso inflacionario los gobiernos siempre dicen que no hay
riesgo de inflación, que cuando se dispara la culpa es de algún ente extranjero
o conspiratorio. Los franceses de la época de la revolución culpaban a los
malvados comerciantes, los hitlerianos alemanes a los judios… y frecuentemente
a los perversos mercados y, sobre todo, lo más fácil: ¡a los especuladores!.
Desde luego, en una época de inflación quienes están en posición de
repercutir la pérdida de valor del dinero trasladarán la merma a quienes no
pueden hacerlo. De esta forma, cuanta menos competencia haya más fácilmente
serán los consumidores los paganos finales.
Tan pronto como la inflación se dispara se comienzan a generar problemas
sociales por la subida de precios de todos los productos esenciales. Esos
problemas crecerán como la espuma si la inflación se agrava. Las huelgas
reivindicando mejoras salariales se sucederán en todos los sectores con poder
de negociación, en especial de los trabajadores de servicios públicos
esenciales.
En ese momento, la reacción del Gobierno que causó la inflación será
proclamar el control de precios, es decir, el establecimiento de precios máximos sobre los productos que considere que le
proporcionan más rédito político.
Pero, como sabemos, los precios máximos sólo consiguen agravar la
situación, ya que provocan un desabastecimiento de los productos sometidos a
control. Que sólo se podrán conseguir en los mercados negros
a precios astronómicos.
En la década de 1970 esta política de establecimiento de precios máximos,
se hacía conjuntamente con los llamados agentes sociales, esto es, sindicatos y
patronales, recibiendo el pomposo nombre de “política de rentas” lo
que le confería una especia de plus de legitimidad social, aunque las
consecuencias eran las mismas ya conocidas.
De esta forma, si el control de precios se generaliza, se producirá una
caída de la actividad económica que provocará un mayor malestar.
Mientras tanto el Gobierno habrá cedido a las presiones de los huelguistas
de los principales servicios públicos, quienes momentáneamente tendrán la
sensación de haber mejorado su situación respecto a sus conciudadanos. Auque la
alegría durará poco.
Para hacerlo más difícil, la inflación impide el cálculo económico, de
manera que los precios dejan de transmitir la inflación sobre los deseos de los
consumidores y la abundancia o escasez de materias primas y otros input: el
caos económico se generaliza.
Por todo ello, durante los años 70’s del siglo XX muchos Gobiernos
declararon a la inflación como el enemigo público número 1.
Por todas estas consecuencias tan negativas de la inflación, los autores
austriacos se muestran partidarios del regreso al llamado patrón oro,
por el cual la cantidad de dinero queda limitada a la cantidad de oro que se
pueda utilizar para respaldar la moneda.
La inflación es mala, pero la
deflación puede ser mucho peor.
La deflación es un síntoma de problemas económicos muy profundos.
Normalmente se produce cuando se da una contracción monetaria que reduce la
demanda agregada de bienes y servicios en la economía. Reducción que conllevará
una reducción de la renta y, por tanto, un incremento del desempleo.
La deflación no se combate imprimiendo más dinero, sino realizando los cambios profundos que puedan llevar a nuevos crecimiento económicos.
La imposibilidad del cálculo
económico: Inseguridad y confusión.
El dinero es el patrón con el que
medimos las transacciones económicas,
es la unidad de cuentas de la economía, lo utilizamos para marcar precios y
registrar deudas.
La inflación erosiona el valor real de la unidad de cuentas. Lo que genera
confusión e inseguridad.
Los precios son como las señales
de tráfico. Sino son se forman libremente se produce el caos.
El dinero es un medio de información. Expresa el valor que conjuntamente
asignamos a bienes y servicios. El hecho de que lo aceptemos como modo de pago
es esencial. El dinero es confianza. Y si destruimos esa confianza el impacto
es brutal.
Estos costes son difíciles de determinar, pero son tremendamente elevados;
la legislación tributaria mide incorrectamente los costes tributarios, los
contables miden incorrectamente los costes empresariales, las familias miden
incorrectamente los costes de sus consumos y se ven imposibilitados en la
realización de planes.
Sobre todo, los inversores son incapaces de plasmar en un papel sus planes
de inversión, con lo que aumenta sobremanera el riesgo y la incertidumbre.
Nadie es capaz de distinguir claramente las empresas que son rentables de
las que no lo son.
A todo eso lo llamamos la imposibilidad del cálculo económico.
Esa imposibilidad del cálculo económico introduce el llamado coste de suela de zapato, pues la familias tiene que
recorrer con mucha frecuencia su ciudad para conocer cuales son los
establecimientos que les ofrecen mejores precios.
La inflación conlleva otro fenómeno: La
devaluación de la divisa. Lo que altera el resultado de la balanza
comercial. Aunque para algunos es, como la inflación, una política de estimulo
a la actividad económica al abaratar los productos nacionales en relación a los
de los otros países la realidad, una vez más, es muy distinta.
Si reducciones moderadas del tipo de cambio no consiguen incrementar de
manera sustancial las exportaciones o que los ciudadanos nacionales sustituyan
importaciones por productos locales, la depreciación fracasará en su empeño
estimulante. De hecho, las depreciaciones pueden incrementar el desempleo y el
desequilibrio exterior. Por ejemplo, si un país carece de petróleo y de
sustitutivos del petróleo, una depreciación del 5% no llevará a se compre menos
oro negro, sino, simplemente a que se pague más caro.
El resultado neto de envilecer la moneda acaba en déficit exterior y menor
producción interna.
Todo eso nos conduce a una
distribución de rentas arbitraria.
Como hemos visto más arriba, la inflación conduce a que la distribución de
la riqueza se aleja de los cánones establecidos en los mercados en donde las
retribuciones están en función de la productividad marginal aportada por cada
persona, es decir, la inflación redistribuye la riqueza de una forma que nada
tiene que ver ni con los méritos, ni con las necesidades.
Normalmente, quien tiene rentas que se revisan más en el tiempo, y quienes
pueden presionar para que esto sea así, son los que se llevarán el gato al
agua, independientemente de que contribuyan o no al incremento de riqueza de su
comunidad.
Es justamente esa arbitrariedad la que provoca la sucesión de huelgas,
protestas y malestar social.
La inflación no es el “coste de la
vida alto”.
No hay que confundir un coste de la vida alto con una tasa de inflación
alta. Hay que distinguir entre el “nivel
general de precios” y la velocidad a la que los precios aumentan.
Es normal que la vida sea más cara en París que en Mahón, porque en París
las oportunidades de ganar dinero son mucho mayores; y por tanto, lo que
cobremos por la ocupación o producción que elijamos tendrá que compensarnos de
otras actividades gananciosas sacrificadas.
Pero esta diferencia de coste de vida no implica que los precios estén
subiendo más deprisa en París que en Mahón. Es posible que la inflación
parisina sea menor que la menorquina.
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