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Mi relato sobre el
estado del mundo
Antes de empezar
debo pedir disculpas a los amables lectores porque hoy les presento un artículo
algo más largo de lo habitual. Si bien creo que cualquier idea se tiene que
poder expresar con una extensión de poco más de un folio, en esta ocasión, la
narrativa más variada que pretendo tiene que tener una extensión algo mayor.
Hace poco más de
una generación se retomó un proceso de mundialización interrumpido por los
grandes desastres del siglo XX. Un proceso que nos venía bien a todos, al
mejorar la vida de la mayoría. El mundo de los negocios supone la existencia de
espacios comunes que no dependen de la ideología, así que, en ese ámbito, los
bloques no existen. De esta forma muchos pobres pudieron abandonar la pobreza,
mientras que los países ricos tuvieron suficiente como para compensar a los
escasos perdedores del proceso. Una sensación de euforia y de haber dejado
atrás los seculares problemas de la humanidad que lo invadió todo.
Pero llegó la
crisis de septiembre de 2008. La "exuberancia irracional" iniciada
con el siglo nos mostró como buena parte de la producción de bienes se había
desplazado a China y algún otro país asiático. Mientras que en Occidente nos
dedicamos a los servicios, en especial a los servicios públicos, también a los
financieros. Ambos sectores, al atraer a las élites que no encuentran acomodo
en la desplazada producción de bienes alimentaron sendas burbujas económicas
que finalmente acabaron por estallar.
La primera reacción
ante esa Gran Depresión de hace 14 años fue afrontarla de una forma diferente a
como se hacía en el pasado, se quería mantener el valor de las principales
monedas, en especial del casi recién creado Euro. Un enfoque que obligaba a
tener que realizar los ajustes y las reformas necesarias para fundamentar una
sólida recuperación. Es decir, para enganchar la globalidad desde una mejor
posición.
Simultáneamente, se
comenzó a tejer una nueva religión laica con vocación de universalidad basada
en el medio ambiente, la alimentación sana, el feminismo y el consumo
responsable. Tenía, y continúa teniendo, la misma misión que el resto de
creencias religiosas. Etimológicamente la palabra “religión” proviene del
latín, el prefijo “re-” indica intensidad, mientras que el verbo “ligare” significa
ligar o amarrar, es decir, "religión" es la acción de ligar
fuertemente. En este caso, tratando de unir al total de la humanidad. Así
mismo, como todas las demás, la nueva promete un paraíso en la propia tierra,
aunque también como las demás, lamentablemente, cuenta con sus Torquemada y Savonorola
que pretenden evitar desvíos.
Sin embargo, como
siempre ha ocurrido en la historia de los gobiernos, afrontar reformas
profundas se volvió una tarea casi imposible. La resistencia para mantener el statu quo siempre ha sido la tónica
social general. Además, las transformaciones propuestas hace una década
afectan, en buena medida, a las élites con poder de los sectores públicos, así
como a toda su constelación de sectores orbitales. A lo que hay que añadir que
la acción político-electoral había ido configurando identidades territoriales y
sectoriales que diluían el concepto de "bien común".
La resistencia al
cambio llegó al extremo de poner en riesgo el gran proyecto europeo de la
moneda común. Por ello, en 2012 Mario Draghi, en teoría un gris y discreto
funcionario, se convierte en el gran líder salvador del Euro. Una moneda nacida
como la más importante contribución europea a la prosperidad compartida y
democrática. Por supuesto, sus palabras iniciales “Haré lo que sea necesario” tuvieron un corto recorrido, así que al
poco tiempo se inicia la expansión monetaria que antes se había querido evitar.
Como en aquel
momento el proceso de mundialización todavía estaba en marcha, avanzando en la
especialización internacional del trabajo, la inflación no hizo su aparición,
pues el exceso de dinero se compensaba con las mejoras globales de
productividad. Sin embargo, con los nuevos billetes en las arcas de los
gobiernos las reformas se detuvieron, o incluso en algunos casos se puso la
marcha atrás. La magia monetaria pareció dar la razón a las formaciones
políticas de tipo populista iliberal que consideran, de manera infantil, que la
realidad es lo que uno desea, y que, por tanto, la economía se puede configurar
a voluntad.
Trump en Estados
Unidos con un programa aislacionista que aquí se podría considerar nacionalista
y el Brexit en la Gran Bretaña, son claras pruebas de ello. Aquí, en nuestro
país, los sempiternos nacionalismos y Podemos consiguieron seducir a una parte
de los sectores de pensamiento más tradicional. Así, que la recuperación a la
crisis del 2008 se acabó cerrando en falso. La economía de gran parte de los
países occidentales, y por supuesto de España, se sustentaba en pilares
claramente débiles en 2019.
Con esto, la
mundialización nos trae una extraña e impensada sorpresa, pues si bien todos
sabíamos que una pandemia era posible (de hecho, ya se habían producido varios
avisos) lo que no sabíamos era que íbamos a combatirla al estilo chino, con
confinamientos masivos y, por tanto, con suspensión de los sacrosantos derechos
constitucionales.
El virus SARS-CoV-2
aparece en China, un país de tradición colectivista, gobernado por autoritarios
jerarcas comunistas, que no dudan en aplicar su idea de “contagios cero” a
costa de llevar a cabo una hipervigilancia policial que incluye las nuevas
tecnologías electrónicas.
La imitación del
autoritarismo por parte de los dirigentes de las democracias occidentales pone
de manifiesto una cara desconocida de la globalización: el aumento del control
estatal de la población, bien de forma directa, o bien a través del manejo de
los modernos medios de comunicación, la propaganda y la difusión interesada de
opinadores a sueldo.
Una situación que
eleva a los principales puestos de mando a políticos dispuestos a prometerlo
todo, a considerar que el poder del estado no tiene límite. Así, las “máquinas
de imprimir dinero” funcionan a pleno rendimiento mientras la producción real
de bienes casi desaparece por completo. El resultado no puede ser otro que una
creciente inflación que, más pronto que tarde, nos va a pasar una dolorosa
factura.
Por su parte, los
bancos centrales ya habían perdido buena parte de su reputación cuando, durante
la crisis del 2008, mostraron una flagrante incompetencia a la hora de
supervisar las operaciones financieras de mayor riesgo, muchas veces en manos
de los propios gobernantes, como fue el caso de las cajas de ahorro españolas.
Ahora, quizás, pueden perderla definitivamente ante su incapacidad de cumplir
su mandato esencial de preservar la fortaleza y credibilidad de sus monedas,
esto es el patrimonio de los ahorradores. El trasiego de políticos encumbrados
como directivos de las instituciones prestamistas de último recurso no
contribuye a mejorar su credibilidad.
Para colmo de
males, se promete a la población una rápida recuperación gracias a una lluvia
de millones recién impresos en forma de fondos que transformarán la economía en
beneficio de todos, aunque repartidos siguiendo exclusivamente los mandamientos
de la nueva religión laica. Sin embargo, el grueso de la población lo único que
percibe es un paulatino y continuo empobrecimiento. ¡Ahora sí que la
globalización tiene una cara negativa!
La guerra de
Ucrania es el episodio definitivo. La vieja promesa de que cuando las
mercancías cruzan las fronteras no lo hacen los soldados se ha desvanecido. Ya
no nos podemos calentar con el barato gas ruso, tampoco China puede fabricar
eficaces chips con tecnología occidental. Ahora entendemos el abandono a los
demócratas afganos.
Ha resultado que,
desde hace un tiempo, las democracias occidentales son incapaces de exportar
sus valores. Ya no los defienden ni en sus sistemas educativos, ni en la
producción de sus películas populares, y a veces, ni tan siquiera sus
universidades. Es increíble, pero ha acabado resultado que quien si estaba en
condiciones de difundir su modelo eran los sátrapas del mundo.
Occidente,
debilitado por sus nuevas formas de pensamiento, las cuales incluyen la
malhadada corrección política, se está intentando encastillar en sus propios
límites aún a costa de romper la senda de prosperidad asociada a la
mundialización. Será un encastillamiento híbrido, con contactos e intercambios
con el otro gran y heterogéneo bloque, pero con fortalezas militares
defendiendo sus fronteras y con controlado intercambio cultural.
Puede ocurrir que
está nueva confrontación de bloques nos lleve a recuperar los genuinos valores
característicos del humanismo occidental, aquellos que alumbraron a las prósperas
democracias que consiguieron superar la secular pobreza de la humanidad. Sin
embargo, esa recuperación, si se produce, requiere que las masas se alejen de
los fantasiosos populismos. Un proceso que necesariamente requiere tiempo. De
momento, me temo, nos esperan tiempos de melancolía, tiempos de pérdida,
tiempos de reconocer que, aunque la realidad no nos guste no podemos escapar de
ella.