martes, 12 de enero de 2021

La mano invisible amputada

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La mano invisible amputada

Los economistas definieron el concepto de “externalidad” como aquellas acciones cuyos costes, o beneficios, no recaen en quien ha tomado la decisión de llevarlas a cabo. Un ejemplo de externalidad positiva lo constituye la educación, pues quien decide formarse no será el único que recogerá la ganancia de tal acción, sino también el conjunto de la sociedad. Alternativamente, una externalidad negativa se produce al conducir un vehículo contaminador, ya que los costes de tal acción recaen, fundamentalmente, sobre los automovilistas que le siguen soportando humos y malos olores.

Ante tal situación, el principal economista que estudió estos casos, Arthur Cecil Pigou, concluyó que las externalidades constituían “fallos de mercado” al impedir una asignación correcta de los recursos. Por lo que proponía que la intervención del gobierno de distintas formas, prefiriendo las subvenciones o las penalizaciones fiscales a las obligaciones y prohibiciones. Sin esa intervención pública, según este pensador, no era posible alcanzar el pleno potencial de conjunto de la economía.

Todo esto lo escribió en una obra titulada “Estado del Bienestar” que está en el origen, justamente, de nuestros actuales sistemas públicos de provisión de bienes en materia de educación, sanidad y pensiones, o de los impuestos pigouvianos del tipo “quien contamina paga”. Así, la fuerte intervención de los gobiernos en materia educativa se justifica, no por su esencialidad, sino por sus externalidades. De hecho, la alimentación es un sector todavía más básico que, sin embargo, está mucho menos intervenido.

A pesar de todo, muchos economistas, como el premio Nobel Ronald Coase y otros, rechazaron la teoría de las externalidades por entender que constituía un razonamiento que conducía a subsanar los hipotéticos “los fallos de mercado” únicamente mediante intervenciones gubernamentales, en vez de realizar actuaciones mejorar los mercados o, incluso, crearlos mediante la definición de nuevos derechos de propiedad, como más tarde fue el caso de mercado de emisiones de CO2 derivadas de los acuerdos de Kioto.

Pues bien, lamentablemente las muchas decisiones que se han tomado, y se siguen tomando, para hacer frente al maldito bicho, a pesar de ser muy erráticas e incluso caóticas, tienen todas un elemento en común: considerar que la libertad individual de las personas constituye una externalidad negativa. O, dicho en otras palabras, ahora cada uno de nosotros se ha convertido en un coste para los demás. Nuestra mera presencia en un determinado lugar supone, para todos los otros que estén ahí, asumir el riesgo de ser contaminado con la posibilidad de enfermar. La mano invisible de Adam Smith ha sido amputada.

Las ideas sí importan y, ciertamente, aceptando que nuestra mera libertad constituye una externalidad negativa estamos concediendo un enorme grado de discrecionalidad al poder gubernamental. Por lo que no debería extrañarnos que lo utilicen de forma torticera favoreciendo a unos o penalizando a otros según criterios de permanencia y fortalecimiento del propio poder.

Justamente, para evitar este tipo de situaciones se promulgaron las Constituciones. Pero, para ser auténticamente efectivas, éstas tienen que ocupar más espacio en el corazón de las gentes que en los textos jurídicos. ¿Es esta nuestra situación?

 


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