Pienso en episodios sugerentes de la historia del conservadurismo
inglés. El primero, que tuvo lugar en 1829, trata de una gran figura de
la Historia española: el primer duque de Wellington. Encabezó el partido tory
-como se llamaba al antecesor del actual Partido Conservador-. Según la
ideología de esta formación, la Iglesia anglicana definía la nación. El
rey, que pensó que su lealtad al protestantismo le obligaba a mantener
la opresión del catolicismo, había instalado a Wellington en Downing
Street para resistir las llamadas cada vez más insistentes a la
emancipación religiosa: concretamente, la concesión a los católicos -los ricos, por supuesto- del sufragio,
así como permitirles ejercer cargos públicos. Ni Wellington ni sus
seguidores querían cambiar el orden constitucional, pero el duque se dio
cuenta del gran número de católicos que quedaban marginados de la
nación política, sobre todo en las provincias irlandesas del reino.
Renunciando al interés de su partido, e ignorando la voluntad real,
logró que el Parlamento aprobara una ley de emancipación. El partido
sufrió y perdió muchos votantes, pero por poco tiempo. A largo plazo, se
vio fortalecido. La lección es clara: el interés nacional siempre es superior al interés de un partido. El líder que lo reconoce merece la gratitud de todos y la admiración de la posteridad.
Pocos años después, el sucesor de Wellington al frente de los conservadores, sir
Robert Peel, se encontró ante un problema semejante. Por haber tenido
que abandonar su postura religiosa, el partido adoptó, como política
clave, la defensa de tasas proteccionistas para la agricultura nacional.
La industrialización, en cambio, exigía comercio libre y comida barata.
La gran hambruna de 1845 en Irlanda, en la que murieron millones de
personas, convenció a Peel de que la política debía cambiarse. La
reforma de las tasas de 1846 inauguró la época más espléndida de la
historia económica británica y -por mucho que le costara- el Partido
Conservador recuperó sus fuerzas. Peel está entre los grandes héroes del
panteón británico. Una vez más, la lección es clara. Como dijo el mismo
Peel, un conservador debe conservar lo que merece conservarse, y reformar lo que debe reformarse.
En 1867, el sucesor de Peel, el gran Benjamin Disraeli
(que había logrado ser líder del partido por su apoyo a las tarifas
antiguas) protagonizó otro sacrificio de la política supuestamente
fundamental de los conservadores al aprobar una ley que concedía el voto
a gran parte de la clase trabajadora. Se suele decir que lo hizo no por
principios morales, como los que habían inspirado a Wellington y Peel,
sino para sacar ventaja electoral. Pero Disraeli siempre había sido
partidario de la tory democracy, es decir, de la idea de que aristócratas y obreros eran aliados naturales frente a la burguesía,
que quería explotar a los segundos y destituir a los primeros. Su
partido perdió las siguientes elecciones. Pero su audacia benefició al
país y, al fin y al cabo, los conservadores mostraron sus credenciales
democráticas.
A principios del siglo XX, el partido se olvidó de
las lecciones decimonónicas. En lugar de mantener el pragmatismo de
Wellington, Peel y Disraeli, quedó al margen del poder por insistir en
dos principios inflexibles: la llamada preferencia imperial -la
política de ajustar las tarifas para intentar crear una zona de
colaboración económica en el Imperio británico, a pesar de que el libre
comercio era imprescindible para la prosperidad de las industrias
nacionales- y la resistencia al independentismo irlandés. Sólo en los
años 30, cuando las circunstancias cambiaron, pudo el partido recuperar
su predominio. Desde entonces, todos los grandes primeros
ministros conservadores se han mostrado dispuestos a sacrificar
políticas sagradas cuando se ha considerado aconsejable.
Sir Winston Churchill, por ejemplo, abandonó su odio al bolchevismo para vencer a Hitler. Sir Harold Macmillan admitió la necesidad de desmantelar el Imperio británico antes de que sucumbiera a los "vientos del cambio". Edward Heath rechazó la alianza histórica del Partido Conservador con los protestantes de Irlanda del Norte. Margaret Thatcher, siguiendo unas iniciativas de Heath, volcó el consenso a favor de un mercado socialdemócrata que había prevalecido desde la Segunda Guerra Mundial, con el asentimiento de todos los partidos del Parlamento nacional.
Tomado de "Rajoy y May deben ser audaces" de Felipe Fernández-Armésto en elmundo.es
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